miércoles, 22 de octubre de 2014
Proceso de Paz para los miembros de las FFAA
MG (R) VICTOR
ALVAREZ VARGAS
Miembro de la Mesa
de Transición del MDN
Son muchas las discusiones, análisis y reflexiones que los miembros de
las Fuerzas Armadas de Colombia, activos y de la reserva, hemos realizado en estos dos últimos años
sobre las incidencias, consecuencias y participación en el proceso de paz
iniciado por el gobierno desde febrero del 2012.
El análisis ha sido basado en un cuidadoso estudio de procesos similares
vividos en otras latitudes y en la experiencia adquirida durante muchos años de
trasegar por nuestro territorio, del cual hemos sido testigos de excepción sobre
la problemática social y de inseguridad que viven los colombianos, especialmente
de las regiones más apartadas, donde la presencia del Estado ha sido precaria
producto del desinterés, descuido y corrupción en muchos niveles de la dirigencia
política del país.
La mayoría de las veces esa presencia se limitaba, y aún persiste, a un
alcalde o inspector, un juez, ocasionalmente un puesto de salud mal equipado,
en medio de la más absoluta carencia de oportunidades de progreso y desarrollo.
En casi todos los casos, la respuesta a los brotes de violencia, fue el
envío de tropas para reducir o apaciguar
el desorden público, pero casi nunca llegaron los recursos para mitigar las
urgentes necesidades de esas poblaciones, lo que siempre reclamamos los
militares como la consolidación, considerada esencial para erradicar
definitivamente la violencia, que urgía la presencia de otras entidades del
Estado, tales como: educación, salud, justicia, vías de comunicación, servicios
públicos, entre muchos otros.
De esa problemática social, la guerrilla de las FARC ha derivado sus
exigencias en la mesa de conversaciones, no sin razón, pero sin autoridad moral,
pues ella ha sido la principal causante
de la depredación y miseria del campo colombiano, a través de prácticas
criminales como el asesinato, la extorsión, el reclutamiento forzado y la
destrucción de la infraestructura económica, lo que ocasiono un gran atraso económico y un irreparable perjuicio ambiental
a la nación.
Sin embargo, ahora pretenden surgir como los grandes redentores,
pretextando su lucha cruel y despiadada por la desigualdad social y el abandono
del Estado en el campo colombiano. No obstante, de su fracaso en la lucha
armada, esta negociación les ha traído grandes réditos políticos, entre ellos, el
reconocimiento como actores legítimos del conflicto, además de obtener del
gobierno el compromiso, por lo menos en el papel, de resolver las grandes necesidades
del campo colombiano, así como otras urgentes reformas del Estado que han estado pendientes por más
de cincuenta años; validando con este compromiso, utópico por cierto, las
razones de su ataque aleve contra el pueblo colombiano.
Después de recordar y analizar brevemente todo este devenir histórico
de nuestro acontecer nacional, los militares y policías debemos meditar con
profundidad, cuál debe ser nuestra actitud ante este proceso en que se ha
empeñado el actual gobierno y del cual no nos podemos sustraer.
Es conveniente para nuestro equilibrio emocional, superar
resentimientos y prevenciones, con el fin de concentrarnos en los aspectos en
los cuales podemos influir, para tratar de salir lo mejor librados de una
realidad que al parecer es irreversible.
Es razonable que la mayoría de los miembros la reserva activa, estemos
abrumados por la incertidumbre, la desconfianza y el escepticismo, particularmente,
por el doble lenguaje que se maneja en los diálogos, la actitud desafiante y mendaz
de los terroristas, las concesiones que les puedan otorgar y particularmente
por el desamparo jurídico en que nos encontramos.
Aun con todos estos inconvenientes, debemos hacerle frente a esta
realidad con criterio analítico sin pasiones que nos pueden desorientar. ¿Será que oponiéndonos ante
una realidad política, en la cual nosotros no tenemos mayor injerencia por
carecer de poder político, podremos cambiar la situación? Consideraría que no. Creo
más bien, que debemos mantenernos al margen de la contienda política y dedicarnos
a lo que nadie va a ser por nosotros, que es nuestra justa y legítima defensa,
de la cual muy pocos están interesados.
De nuestros estudios y mesas de trabajo en la reserva, han surgido
muchas posiciones, desde las más radicales hasta las más equilibradas, pero
siempre con el mejor interés y preocupación por buscar un trato digno para nuestras
Fuerzas Militares y de Policía, que tanto sacrificio han tenido que aportar, para preservar la
seguridad y supervivencia de la nación, unos con mayor dedicación que otros,
pero siempre con la mayor voluntad por salvaguardar la legitimidad de nuestra
Institución.
La verdad es que en el pasado poco pensamos en las consecuencias de una
salida negociada del conflicto, y ahora ante esta realidad, la tenemos que
afrontar con apremio para adaptarnos a una eventual negociación con los grupos
de irregulares que combatimos durante los últimos sesenta años.
Cuando estuvimos en actividad y los que aún lo están, nunca analizamos
en detalle cual podría ser el final del conflicto, sencillamente se avanzaba y
avanzaba sin pensar cual sería el final, las ocupaciones del día a
día, las responsabilidades de la guerra y los afanes por la victoria, no nos
permitieron ver que el asunto tendría un final político, el cual podría traer
graves consecuencias para nuestro futuro.
Es lógico entender que en nosotros exista prevención y resentimiento, son
muchas las cicatrices producto de esta larga y sangrienta guerra, en la cual
nos vimos involucrados en cumplimiento de una misión constitucional. Sobre esto
último, no se puede olvidar lo que algunos quieren desconocer, que siempre
estuvimos sujetos al poder civil legítimamente constituido, sin faltar a
nuestro juramento.
Aun en medio de la injusticia con que se nos trata en algunos sectores del
mismo Estado al cual defendemos. La injusta persecución, la incomprensión y la
ingratitud de algunos colombianos, no nos deben amilanar; por el contrario, debemos
hacerle frente y construir una memoria histórica que permita develar a los
verdaderos culpables de la violencia.
No podemos llevarnos a equívocos, por la satisfacción y orgullo que nos
producen las encuestas de aceptación y favorabilidad, donde las FFMM resultan
ampliamente recompensadas por la gratitud del pueblo colombiano, pero
desafortunadamente, esas mayorías no tienen capacidad de decisión ni influencia
sobre la orientación pública del país, son los poderes del Estado y los medios
de comunicación quienes dirigen nuestro destino, por tanto es allí donde
debemos influir.
Por todas estas razones, nuestra atención se debe concentrar, no en
oponernos al proceso, sino en procurar mantener la legitimidad e integridad de
nuestra institución y conseguir un
tratamiento justo y equitativo para nuestros hombres que se encuentran privados
de la libertad, por lo menos igual al que se propone a los alzados en armas en
términos jurídicos, así haya sido por excesos en el cumplimiento de su deber,
que en todo caso fue en legítima defensa de una agresión sistemática contra el
Estado.
Nuestra preocupación no debe ser únicamente por lo que suceda en la
mesa, allí existe una agenda previamente pactada que se deberá cumplir. Lo más
grave está sucediendo aquí en el país y en la agenda internacional; en los
últimos dos años se han desatado los peores agravios que menoscaban la
integridad y prestigio de la institución armada y de sus miembros. La
persecución judicial cada día se acentúa más, la inteligencia militar que es la
base de los éxitos operacionales, es cada vez más difamada y puesta en la
picota publica; tal pareciera que existiera una consigna para llevar la mayor
cantidad de militares a la cárcel, que hoy superan ampliamente los detenidos
por actos terroristas y otros delitos de
los grupos terroristas.
Tenemos que desarrollar una estrategia, con la ayuda de expertos y el
apoyo de quienes creen en sus FFMM., con el fin de poner fin al desprestigio
sistemático que contribuye a los intereses
de nuestros detractores, como es el caso de los llamados “falsos positivos”, un
señalamiento en el que la ficción ha venido superando la realidad, y que de no
ponerse en contexto, provocará graves lesiones a la institución y sus miembros.
Recordemos que uno de los objetivos de quienes nos consideran sus enemigos es
destruir nuestra legitimidad.
Así mismo, y en el supuesto caso de que se superen favorablemente los
grandes escollos que aún quedan por discutir, debemos asumir una actitud
positiva a la decisión que adopte el pueblo colombiano, cualquiera que esta sea
en beneficio del futuro de nuestra nación. Me atrevo a pensar, que dicha
decisión estará sujeta a una demostración sincera de arrepentimiento por los
crímenes cometidos por parte de los grupos que actuaron fuera de la ley, a la entrega
de las armas y a la desmovilización definitiva como una muestra real de paz y reconciliación;
claro está, que esto dependerá de cómo se desarrolle en punto cuarto de la
Agenda, DDR (Desarme, Desmovilización y Reinserción).
También será necesario estar dispuestos a reconocer nuestros errores
como producto de una guerra desigual y sin legislación adecuada, que se
prolongó demasiado en el tiempo; a perdonar si la situación lo requiere (aunque
es una decisión personal no colectiva), pero buscando siempre un tratamiento justo
y por lo menos equitativo, que asegure a los militares y policías de
retaliaciones y venganzas futuras, que pongan en peligro su seguridad jurídica
y personal.
Es allí donde debemos concentrar nuestro esfuerzo, no para salvar el honor,
como alguna vez se hizo, sino para sobrevivir a la indiferencia, la injusticia
y la condena a la cual muchos nos quieren llevar.
domingo, 12 de octubre de 2014
El drama del vecino
El drama del vecino
La tragedia venezolana se queda además sin quien la denuncie.
Razón de más para que en Colombia dejemos de guardar este cómplice silencio.
Por:
Mauricio Vargas
Fuente:
Periódico El Tiempo
2:31
a.m. | 12 de octubre de 2014
Casi tanto como la tragedia que vive Venezuela, me aterra la
indiferencia con que los colombianos la seguimos. El silencio del Gobierno
Nacional es justificado, por voceros y defensores de la administración de Juan
Manuel Santos, con el apoyo del régimen de Nicolás Maduro al proceso de
negociación con las Farc. A estas alturas, se trata de una excusa tan manida
como falsa: si es cierto, como dicen los negociadores del Gobierno en la mesa
de La Habana, que los avances alcanzados son enormes, el proceso no debería
tener reversa, ni siquiera si Maduro se molesta con Colombia.
Pero que el Gobierno prefiera taparse la boca no quiere decir
que todos debamos imitarlo. La dimensión del drama que viven los venezolanos es
enorme y espeluznante. La inflación de los doce meses recientes supera el 63
por ciento, por mucho la más alta del continente, impulsada por una escasez de
alimentos y otros productos en niveles que alcanzan, en algunos rubros, el 70
por ciento.
La agricultura está postrada: las expropiaciones a los
terratenientes y la concesión de tierras a los campesinos no fueron acompañadas
de políticas de financiación y asistencia técnica, y el agro dejó de producir
lácteos, carne y granos, que hoy urge importar. Pero, como venderle a Venezuela
es un riesgo porque el régimen de Maduro no autoriza los dólares a los
importadores, esos productos han dejado de llegar.
Cientos de grandes plantas industriales han cerrado y decenas
de miles de pequeñas y medianas empresas desaparecieron. El caso de la salud es
pavoroso: la escasez de insumos en los hospitales alcanza niveles del 60 por
ciento y para muchas enfermedades, entre ellas el cáncer, faltan las medicinas.
La pobreza pasó de niveles de 21 por ciento, a los que había
bajado en los primeros años del chavismo, a más del 27: esto a 2012, pues desde
hace meses, el INE (el Dane de allá) dejó de publicar esas cifras. Se trata de
un nivel muy similar al de Colombia, con la diferencia fundamental de la
tendencia: acá va bajando y allá, subiendo. Y con una consideración que
convierte en imperdonables los pecados del chavismo: ese empobrecimiento ocurre
justo después de que Venezuela viviera la mayor bonanza petrolera de su
historia, que en solo impuestos le dejó al fisco unos 350.000 millones de
dólares, sin contar los aportes por 150.000 millones de dólares de la petrolera
estatal PDVSA a supuestos programas sociales.
¿Qué pasó con esa plata? Una porción significativa está en
los bolsillos de dirigentes chavistas y amigos del régimen, los boliburgueses,
que exhiben sus camionetas Hummer, sus Rolex de oro y diamantes y su ropa de
marca. Pero ahora que la crisis golpea y la miseria se dispara, las mafias de
la corrupción chavista están al borde de la guerra civil, como lo demuestra el
asesinato del joven diputado Robert Serra, por el que están detenidos dos de
sus escoltas y hay un cruce de acusaciones en que incluso ha saltado el nombre
del ministro del Interior, Miguel Rodríguez.
No fueron entonces, como dijo Maduro y repitió el
expresidente Ernesto Samper, en su calidad de secretario de Unasur, los
paramilitares colombianos los autores del crimen. Cómo será que hasta la
canciller colombiana, María Ángela Holguín, tan cercana a Samper, tuvo que
llamarle la atención por esas declaraciones. El crimen evidencia una guerra de
bandas corruptas, que se suma a la galopante inseguridad que domina a
Venezuela, con 25.000 muertes violentas al año.
Todo esto mientras una justicia al servicio del régimen
encarcela a cientos de opositores, y la falta de papel (Maduro sólo autoriza su
importación a los medios afines a él) obliga al cierre de decenas de diarios.
De ese modo, la tragedia venezolana se queda además sin quien la denuncie.
Razón de más para que en Colombia dejemos de guardar este cómplice silencio.
Mauricio Vargas
mvargaslina@hotmail.com
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